Es difícil justificar quien siente vergüenza al
cantar la alabanza del Señor, mientras que luego se
deja llevar por gritos de júbilo por el gol de su
equipo del corazón. Éste es el sentido de la
reflexión que propuso el Papa Francisco en la misa
del martes 28 de enero.
El Papa Francisco se centró en la descripción de la
fiesta que improvisó David por la llegada del arca
de la Alianza, tal como lo relata la primera lectura
de la liturgia del día (2
Samuel 6,
12-15 .17-19). «El rey David —recordó el Pontífice—
inmoló sacrificios en honor a Dios; oró. Luego su
oración llegó a ser jubilosa... era una oración de
alabanza, de alegría. Y comenzó a danzar. Dice la
Biblia: “David iba danzando ante el Señor con todas
sus fuerzas”». Y David estaba tan contento al
dirigir esta oración de alabanza que salió «de toda
moderación» y comenzó «a danzar ante el Señor con
todas sus fuerzas». Esto, insistió el Papa, era
«precisamente la oración de alabanza».
Ante este episodio «pensé inmediatamente —confesó el
obispo de Roma— en la palabra de Sara tras dar a luz
a Isaac: “el Señor me hizo bailar de alegría”. Esta
anciana de 90 años bailó de alegría». David era
joven, repitió, pero también él «bailaba, danzaba
ante el Señor. Esto es un ejemplo de oración de
alabanza». Que es algo distinto de la oración que,
explicó el Pontífice, normalmente hacemos «para
pedir algo al Señor» o incluso sólo «para dar
gracias al Señor».
Pero «la oración de alabanza —destacó el Santo
Padre— la dejamos a un lado». Para nosotros no es
algo espontáneo. Algunos, añadió, podrían pensar que
se trata de una oración «para los de la Renovación
en el Espíritu, no para todos los cristianos. La
oración de alabanza es una oración cristiana, para
todos nosotros. En la misa, todos los días, cuando
cantamos repitiendo “Santo, Santo...”, ésta es una
oración de alabanza, alabamos a Dios por su
grandeza, porque es grande. Y le decimos cosas
hermosas, porque a nosotros nos gusta que sea así».
Y no importa ser buenos cantantes. En efecto,
explicó el Papa Francisco, no es posible pensar que
«eres capaz de gritar cuando tu equipo hace un gol y
no eres capaz de cantar las alabanzas al Señor, de
salir un poco de tu comportamiento para cantar
esto».
Alabar a Dios «es totalmente gratuito», prosiguió.
«No pedimos, no damos gracias. Alabamos: tú eres
grande. “Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu
Santo...”. Con todo el corazón decimos esto. Es
incluso un acto de justicia, porque Él es grande, es
nuestro Dios. Pensemos en una hermosa pregunta que
podemos hacernos hoy: “¿cómo es mi oración de
alabanza? ¿Sé alabar al Señor? ¿O cuando rezo el
Gloria o el Sanctus lo hago sólo con la boca y no
con todo el corazón? ¿Qué me dice David danzando? ¿Y
Sara que baila de alegría? Cuando David entró en la
ciudad, comenzó otra cosa: una fiesta.
La alegría de la alabanza nos lleva a la alegría de
la fiesta». Fiesta que luego se extiende a la
familia, «cada uno —es la imagen propuesta por el
Pontífice— en su casa comiendo el pan, festejando».
Pero cuando David vuelve a entrar en el palacio,
debe afrontar el reproche y el desprecio de Mical,
la hija del rey Saúl: «“¿pero tú no tienes vergüenza
de hacer lo que has hecho? ¿Cómo has hecho esto,
bailar delante de todos, tú el rey? ¿No tienes
vergüenza?”. Me pregunto cuántas veces despreciamos
en nuestro corazón a personas buenas, gente buena
que alaba al Señor», así, de modo espontáneo, así
como surge sin seguir actitudes formales. Pero en la
Biblia, recordó el Papa, se lee «que Mical quedó
estéril para toda su vida por esto. ¿Qué quiere
decir aquí la Palabra de Dios? Que la alegría, la
oración de alabanza nos hace fecundos. Sara bailaba
en el momento grande de su fecundidad, a los noventa
años. La fecundidad alaba al Señor».
El hombre o la mujer que alaba al Señor, que reza
alabando al Señor —y cuando lo hace es feliz de
decirlo—, y goza «cuando canta el Sanctus en la
misa», es un hombre o una mujer fecundo. En cambio,
añadió el Pontífice, quienes «se cierran en la
formalidad de una oración fría, medida, así, tal vez
terminan como Mical, en la esterilidad de su
formalidad. Pensemos e imaginemos a David que baila
con todas sus fuerzas ante el Señor. Pensemos cuán
hermoso es hacer oraciones de alabanza. Tal vez nos
hará bien repetir las palabras del salmo que hemos
orado, el 23: “¡Portones! Alzad los dinteles, que se
alcen las puertas eternales: va a entrar el rey de
la gloria. ¿Quién es ese rey de la gloria? El Señor
héroe valeroso, el Señor valeroso en la batalla».
Ésta debe ser nuestra oración de alabanza, y,
concluyó, cuando elevamos esta oración al Señor
debemos «decir a nuestro corazón: “levántate
corazón, porque estás ante el rey de la gloria”».
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