Casi sin darnos cuenta, estás introduciendo en
el mundo la Buena Noticia de Jesús. Estás
creando en la Iglesia un clima nuevo, más
evangélico y más humano. Nos estás aportando el
Espíritu de Cristo. Personas alejadas de la fe
cristiana me dicen que les ayudas a confiar más
en la vida y en la bondad del ser humano.
me confiesan que se ha despertado en su interior
una pequeña luz que les invita a revisar
su
actitud ante el Misterio último de la
existencia.
Yo te agradezco que abraces a
los niños y los estreches contra tu pecho. Nos
estás ayudando a recuperar aquel gesto profético
de Jesús, tan olvidado en la Iglesia, pero tan
importante para entender lo que esperaba de sus
seguidores. Según el relato evangélico, Jesús
llamó a los Doce, puso a un niño en medio de
ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo:
“El que acoge a un niño como este en mi nombre,
me está acogiendo a mí”.
Se nos había
olvidado que en el centro de la Iglesia,
atrayendo la atención de todos, han de estar
siempre los pequeños, los más frágiles y
vulnerables. Es importante que estés entre
nosotros como “Roca” sobre la que Jesús
construye su Iglesia, pero es tan importante o
más que estés en medio de nosotros abrazando a
los pequeños y bendiciendo a los enfermos y
desvalidos, para recordarnos cómo acoger a
Jesús. Este gesto profético me parece decisivo
en estos momentos en que el mundo corre el
riesgo de deshumanizarse desentendiéndose de los
últimos.

Juan Pablo II nos recordó que la Iglesia no es
el fin de sí misma, sino solamente “germen,
signo e instrumento del Reino de Dios”, pero sus
palabras se perdieron entre otros muchos
discursos. Ahora se despierta en mí una alegría
grande cuando nos llamas a salir de la
“autorreferencialidad” para caminar hacia las
“periferias existenciales”, donde nos
encontramos con los pobres, las víctimas, los
enfermos, los desgraciados…
La herejía
más grave y sutil
que ha penetrado en el
cristianismo
es haber hecho de la Iglesia el
centro de todo,
desplazando del horizonte el
proyecto del Reino de Dios.
Disfruto
subrayando tus palabras: “Hemos de construir
puentes, no muros para defender la fe”;
necesitamos “una Iglesia de puertas abiertas, no
de controladores de la fe”; “la Iglesia no crece
con el proselitismo, sino por la atracción, el
testimonio y la predicación”. Me parece escuchar
la voz de Jesús que, desde el Vaticano, nos
urge: “Id y anunciar que el Reino de Dios está
cerca”, “id y curad a los enfermos”, “lo que
habéis recibido gratis, dadlo gratis”.
Te
agradezco también tus llamadas constantes a
convertirnos al Evangelio. Qué bien conoces a la
Iglesia. Me sorprende tu libertad para poner
nombre a nuestros pecados. No lo haces con
lenguaje de moralista, sino con fuerza
evangélica: las envidias, el afán de hacer
carrera y el deseo de dinero; “la
desinformación, la difamación y la calumnia”; la
arrogancia y la hipocresía clerical; la
“mundanidad espiritual” y la “burguesía del
espíritu”; los “cristianos de salón”, los
“creyentes de museo”, los cristianos con “cara
de funeral”. Te preocupa mucho “una sal sin
sabor”, “una sal que no sabe a nada”, y nos
llamas a ser discípulos que aprenden a vivir con
el estilo de Jesús.
No nos llamas solo a
una conversión individual. Nos urges a una
renovación eclesial, estructural. No estamos
acostumbrados a escuchar ese lenguaje. Sordos a
la llamada renovadora del Vaticano II, se nos ha
olvidado que Jesús invitaba a sus seguidores a
“poner el vino nuevo en odres nuevos”. Por eso,
me llena de esperanza tu homilía de la fiesta de
Pentecostés: “La novedad nos da siempre un poco
de miedo, porque nos sentimos más seguros si
tenemos todo bajo control, si somos nosotros los
que construimos, programamos y planificamos
nuestra vida, según nuestros esquemas,
seguridades y gustos… Tenemos miedo a que Dios
nos lleve por caminos nuevos, nos saque de
nuestros horizontes, con frecuencia limitados,
cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos”.
Por eso nos pides que nos preguntemos
sinceramente: “¿Estamos abiertos a las sorpresas
de Dios o nos encerramos con miedo a la novedad
del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a
recorrer los caminos nuevos que la novedad de
Dios nos presenta o nos atrincheramos en
estructuras caducas, que han perdido la
capacidad de respuesta?”. Tu mensaje y tu
espíritu están anunciando un futuro nuevo para
la Iglesia.
Quiero acabar estas líneas
expresándote humildemente un deseo. Tal vez no
podrás hacer grandes reformas, pero puedes
impulsar la renovación evangélica en toda la
Iglesia. Seguramente, puedes tomar las medidas
oportunas para que los futuros obispos de las
diócesis del mundo entero tengan un perfil y un
estilo pastoral capaz de promover esa conversión
a Jesús que tú tratas de alentar desde Roma.
Francisco, eres un regalo de Dios. ¡Gracias!