Los que se guían por la carne,
piensan y desean lo que es de la carne; los que
son conducidos por el Espíritu van a lo
espiritual. La carne tiende a la muerte,
mientras que el Espíritu se propone vida y paz.
No hay duda de que el
deseo profundo de la carne es rebeldía contra
Dios: no se conforma, y ni siquiera puede
conformarse al querer de Dios. Por eso, los que
están bajo el dominio
de la carne, no pueden agradar a Dios.
Más ustedes no son de la carne,
sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios
habita en ustedes. El que no tuviera el Espíritu
de Cristo, no sería de Cristo. En cambio, si
Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo vaya a
la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu
vive por estar en gracia de Dios. Y si el
Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos está en ustedes, el que resucitó a
Jesús de entre los muertos dará también vida a
sus cuerpos mortales; lo hará por medio de su
Espíritu que ya habita en ustedes.
Entonces, hermanos, no nos
debemos a la carne ni hemos de guiarnos por
ella; de guiarse por
la carne, ustedes irían a la muerte. Si
ustedes en cambio, acaban con las obras de la
carne gracias al Espíritu, vivirán. Pues todos
aquellos a los que guía el Espíritu de Dios,
ésos son hijos de Dios.
Ustedes no recibieron un espíritu de
esclavos para volver al temor, sino que
recibieron un espíritu de hijos adoptivos, el
que nos enseña este grito ¿Abba! o sea: ¡Papito!
El mismo Espíritu le asegura a nuestro
Espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos
hijos, somos también herederos. Nuestra será la
herencia de Dios, y la compartiremos con Cristo;
pues si ahora sufrimos con Él, con Él
recibiremos la gloria. (Rom. 8, 5-17).