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Todos los Papas después del Concilio Vaticano II, han apoyado públicamente a la renovación carismática desde sus comienzos. |
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Música Para Meditar y
Acercarte a Dios


 





En una ocasión
los discípulos de Jesús, al evidenciarles Él su poca fe,
le suplicaron: «aumenta nuestra fe». También nosotros,
discípulos del Señor, experimentamos no pocas veces
flaquear nuestra fe. Nos puede haber sucedido que, ante
la prueba o debilidad, no es tan fuerte como
quisiéramos. A veces, incluso, desconfiamos de Dios, nos
impacientamos, dudamos de su presencia, de su amor por
nosotros y nos hundimos -como Pedro- en las aguas
turbulentas de nuestros miedos y temores.
Esta circunstancia, sin embargo, no nos debe llevar
nunca al desaliento. Por el contrario, sabemos que
Dios jamás nos abandonará, y que todo esfuerzo que
hagamos por acrecentar nuestra fe se origina en la
invitación que Él nos hace constantemente para que
nos acerquemos cada vez más a su amor. Ello quiere
decir también que la fe, que por don de Dios
tenemos, necesita ser alimentada, cultivada,
cuidada, como se hace con una pequeña planta. La
pregunta que debe urgirnos, por tanto, es la
siguiente: ¿cómo puedo alimentar mi fe?



Ante todo
no podemos olvidar que la fe es un don de
Dios, y que por lo mismo lo primero que debemos
hacer es pedírselo a Él. ¿Por qué no pedirle este
don todos los días? Dios da la fe a quien se lo pide
de corazón. «Pidan y se les dará», nos dice el Señor
Jesús, y también nos recuerda que se le dará el
Espíritu Santo a quienes se lo pidan. Cambios
impresionantes se pueden dar en nuestra vida con
sólo pedírselo a Dios y acoger su gracia. Debemos,
entonces, pedir con "terca insistencia" el don de la
fe, como lo hizo el padre del muchacho epiléptico:
«Creo, ¡ayuda a mi poca fe!». Si poseemos ya el don
de la fe, entonces hay que seguir pidiendo al Señor
cada día que acreciente nuestra fe, que la haga
fuerte, sólida, inquebrantable.
Ahora bien, no basta con pedirle incesantemente al
Señor que Él nos conceda o aumente nuestra fe. Pedir
es lo primero y fundamental, pero poner de nuestra
parte es también esencial. La fe recibida como un
don necesita por nuestra parte ser cuidada y
alimentada para que -con nuestra cooperación libre-
este don vaya germinando y creciendo en nosotros.
La fe se alimenta sobre todo de la oración diaria y
perseverante, nutrida de la Palabra de Dios. Dice
San Pablo que «la fe viene por la predicación», es
decir, la fe es la adhesión a la palabra del Señor
predicada por sus mensajeros y proclamada por la
Iglesia toda. En este sentido es fundamental la
humilde apertura y escucha del Evangelio del Señor
Jesús, en quien encontramos la plenitud de la
Revelación, la Buena Nueva de la reconciliación para
todos los hombres. Por esto meditar el Evangelio en
espíritu de oración, en sintonía con la Iglesia y su
tradición, es fundamental. Quien como María sabe
escuchar, acoger cordialmente, rumiar y meditar
continuamente la Palabra de Dios y su acción en el
mundo y en su propia vida, irá creciendo en una fe
cada vez más sólida y consistente.
La fe se alimenta también
de la participación en la
Eucaristía. ¿Cómo puede un cristiano nutrir su fe si
no se alimenta de Cristo mismo, de su Cuerpo y
Sangre? Él ha dicho: «El que come mi carne y bebe mi
sangre, permanece en Mí y Yo en él». Es esencial
para una rama permanecer unida al tronco, para que
no se seque sino que dé fruto abundante, el fruto
que procede de la fe y que es la caridad. ¿Cómo
podremos amar como Cristo si no estamos unidos a
Cristo, si no nos nutrimos de Cristo? Como
confesamos en la Misa, el Cuerpo y Sangre de Cristo
«es el Sacramento de nuestra fe».
La fe se sostiene y purifica gracias a la confesión
sacramental. Acudir al Sacramento de la
Reconciliación es ya en sí mismo un acto de
confianza en Cristo que fortalece nuestra fe. Cuando
voy a confesarme estoy creyéndole al Señor, creo que
Él transmitió el poder de perdonar los pecados
cuando dijo a sus apóstoles: «a quienes ustedes les
perdonen los pecados les quedan perdonados ». Y
junto con el perdón de nuestros pecados, recibimos
la gracia que nos fortalece en nuestra vida
cristiana, en la lucha de cada día. Así, la gracia
recibida fortalece nuestra fe en la mente, en el
corazón y en la acción.



La fe no sólo se hace fuerte mediante la oración y
los sacramentos, sino que crece muchísimo cuando se
comparte. Eso también es muy importante, puesto que
no podemos caer en la ilusión de que la fe es -para
uno mismo- y que se vive tan solo en lo privado.
¡No! La fe necesita compartirse, y si no, se marchita.
Al compartirla con otros, al convertirnos en
portadores del don que hemos recibido en Cristo
Jesús, la fe se hace más fuerte en nosotros mismos.
Finalmente, si quieres alimentar tu fe, ¡vive la
caridad! Como advierte claramente el apóstol
Santiago, «la fe, si no tiene obras, está realmente
muerta». La fe necesita expresarse en obras
concretas, en obras de caridad para con el prójimo.
Es muy sencillo: si no luchas por vivir de acuerdo a
tu fe, terminarás viviendo como quien no cree: por
más que lleves el nombre de "cristiano", vivirás
como un agnóstico o ateo. Si queremos que nuestra fe
permanezca, crezca y se fortalezca día a día,
debemos amar a nuestros semejantes como Cristo nos
ha amado, con una caridad afectiva y efectiva. La
fe, como nos los pide el apóstol Pedro, nos debe
llevar así a la perfección en la caridad.


 
   
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El
Papa



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